lunes, 30 de enero de 2012

Pases en la niebla


Hay partidos de fútbol que trascienden lo presente y, con el tiempo, se convierten en memorias y, como memorias, son preciados pedazos de alma de la persona que los atesora. 

No había nacido aún en el invierno argentino de 1987, y tampoco nacería hasta una buena cantidad de meses adelante; sin embargo, desde que vi aquel partido que Argentina, anfitriona y campeona del mundo, y Colombia, una terruño con historia, pero sin gloria, disputaron, equivalente al encuentro que definía el tercer y el cuarto puesto de la Copa América de ese año, que ganaría Uruguay, no pude borrarlo de mi mente. Y en memoria se convirtió.

La niebla, espesa, era dueña del Monumental de Nuñez. Las condiciones para jugar no eran las óptimas, pero el fútbol no suele hacer caso a factores como ese, y se presenta, indiferente, dónde sea que haya talento, un balón y un campo de fútbol. Jugaba Maradona, Dios del juego, y enfrente una valiente Colombia, que, cuchillo entre los dientes, y balón entre cuero y pasto, iba por su triunfo particular, semilla de un futuro éxito sin títulos, pero si muchas sonrisas. 

Colombia, sin temores, se asoma en el partido, aunque nerviosa, no encuentra aún a Valderrama, faro y conductor. Sin tapujos, aplica la curva Maturana, santo y seña de su discurso defensivo, en el primer ataque albiceleste. Sobreviven y es el impulso necesario. Comienzan pasarse la pelota, entre la niebla, y Argentina espera. No les interesa presionar a los centrales, y sólo hacen sombra al trío de mediocampistas que gobierna la base colombiana; sólo achican ante la recepción de Valderrama, que activa espacios en los tres carriles, buscando recibir, juntarse y desbordar. El samario se mueve por delante o por detrás de la línea del balón, lo hace indistintamente según la situación. Sus movimientos arrastran a sus marcadores, el desequilibrio se genera como una chispa, y Colombia ya junto tres, cuatro, 5 jugadores en el costado derecho, los argentinos se mueven en consecuencia, cierran espacios sobre la cal, dejando latifundios por dentro. Los colombianos tocan a uno, dos toques en espacio reducido, gambetean en una baldosa, para atrás, para adelante, engañan, distraen, juegan con la pelota y el espacio, sabiendo muy bien que este ya está ahí, aguardando. De repente, Herrera ve carril, conduce hacia adentro, Galeano, el 9 solitario, va al apoyo, y Gómez, uno de los dos interiores de el trío de mediocampistas, pasa por su espalda, recibe y dispara. Gol. Sólo van ocho minutos. 

El gol es una confirmación de creencias. Argentina ahora sí corre tras los centrales colombianos, y estos pasan la pelota, entre la niebla. Colombia juega a su fútbol único, coral, de movimientos en manada, en los que los once son una sola voluntad. Y ese juego va en contra de los conceptos que hoy dominan el panorama mundial. La circulación cartero, corro, te la entrego y me la llevo. El colombiano no se aleja para crear espacios, se acerca al poseedor, siempre, se juntan y, así, juntos, se la pasan, y de qué manera. La pelota va de un lado a otro, hacía atrás o hacía adelante. La acción riesgosa siempre es bienvenida, pero la pérdida no. La confianza en la calidad técnica en el espacio reducido es emocionante, todo lo hacen en una pocos metros, a un ritmo que sólo siguen ellos, con pulsaciones bajas. Valderrama, inspirado, ataca los espacios débiles de la defensa celeste y blanca, recibe y detiene el tiempo. Amaga, la pisa, gira... El tiempo se detiene y el '10' se convierte en una ilusionista. Entre más lento se mueve, más rápido juega su equipo y más sufre su rival. No se la pueden quitar, le hacen faltas, y cada infracción es una pequeña batalla ganada. Todo lo que hace Valderrama tiene sentido, y todo lo que hace es bueno para su equipo.

Y llegó el minuto veintisiete. Higuita, con sólo dos décadas de vida, saca largo, larguísimo. La cámara se pierde, y vuelve para que veamos a Valderrama asistir a Galeano, en la primera vez que Colombia pisa área contraria, quién define. El '9' solitario, que había jugado un buen partido, yendo al apoyo, o desmarcándose para dar aire a los cinco centrocampistas, inscribía así su nombre en la historia de una nación. Colombia ganaba por dos goles al equipo campeón del mundo, era cierto, y, además se gustaba. Cada vez tocaba mejor, y cada vez se gustaba más. Y Valderrama... era feliz. "Juega bien, el del 'African look'". Era su presentación. Ese año sería galardonado como mejor jugador de América.

Con el fin del primer tiempo, terminaba lo que hoy hace parte de mis memorias más felices. En la segunda mitad, la tiranía de Maradona haría estragos con el circuito de pases colombianos en la neblina argentina. Fueron 45' minutos de resistencia, de apoyos, de curvas y jugadas. 

El partido terminó 2-1, pero, como siempre, eso es lo de menos. Yo fui feliz con los pases entre la niebla, la pausa irreductible y la circulación de cartero, que diría Cruyff.

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